LA PERSISTENCIA DE LO EFÍMERO
El teatro es un arte que se hace realidad en la interacción viva y directa entre los artistas y el público, es en ese mágico encuentro que el hecho teatral adquiere sentido y valor.
Esta particularidad convierte al teatro en un arte efímero por naturaleza, dura lo que dura la representación. Este carácter efímero es quizá lo que haya motivado muchas veces a hablar sobre su desaparición.
En el siglo XIX a raíz del nacimiento del cine en 1825, con la primera presentación pública del cinematógrafo por los hermanos Lumiere en Francia, hubo quienes empezaron a decir que el teatro seria desplazado por este nuevo arte y que iría desapareciendo poco a poco, luego en el siglo XX fue la televisión. Nuevamente el fantasma de la muerte acosaba al teatro.
Posteriormente con el desarrollo de los medios masivos de comunicación y el avance vertiginoso de la tecnología, muchos pensaron nuevamente que el teatro estaba finalizando sus días. Sin embargo, el teatro, como todo arte, nos lleva a la creación, es arte y es a la vez ciencia que evoluciona, ha existido y acompañado al hombre desde sus orígenes, por ello no tiene un sólo rostro, un sólo sentir, y es por excelencia un vehículo para la expresión de la diversidad, de las fuerzas y pasiones individuales y colectivas en su infinita gama de posibilidades.
El teatro como el fuego, puede ser efímero en su danza, pero al mismo tiempo es capaz de dejar huellas profundas, y es en este carácter paradójico donde radica su magia y su fuerza. Su persistencia se nutre del contacto humano, de la sensibilidad, del cambio, de la rebeldía y capacidad de trasgresión. El teatro es aquel lugar utópico pero al mismo tiempo tangible y concreto donde lo imposible se hace posible a través de nuestra tenacidad e imaginación. El teatro, como decía el maestro Jerzy Grotowski, es una reserva de humanidad, un lugar para el encuentro, donde el conflicto, el cuestionamiento y las diferencias pueden ser bienvenidos y canalizados como el mejor estimulo para la acción, la creatividad y la transformación. Hacemos teatro en las salas conocidas, pero también en las losas de los barrios, en grandes festivales y en pequeñas escuelas, en la ciudad y en el campo, lo practican los adultos, los niños y jóvenes, los profesionales y los aficionados, y cada experiencia como en la naturaleza, cumple una función y contribuye con sus particularidades a la vida teatral de las comunidades. Nutren al teatro los diversos espacios de formación actoral, los grupos y los elencos, los laboratorios y proyectos de investigación, las actrices y actores solitarios, los trashumantes y las instituciones estables, los consagrados y los anónimos, el público amante del arte, los técnicos, los dramaturgos, productores y críticos, y la lista puede continuar. En este contexto es necesario desarrollar una visión ecológica, holística, para comprender y valorar el sentido de cada aporte desde una mirada respetuosa e inclusiva, pero al mismo tiempo inquieta, crítica y constructiva.
Es indispensable, como nos enseña el teatro, abrir la mente y los sentidos, volver a mirar cada vez, dudar, reinventarnos y ensayar con audacia nuevas posibilidades. Especialmente en un país como el nuestro, carente de políticas culturales y donde muchas veces la valoración de la cultura se reduce al registro y divulgación de la actividad de pequeños grupos, cuyas creaciones son muy importantes y valiosas, pero no únicas ni absolutas, es necesario replantear paradigmas y articular todos los esfuerzos, acogiendo la diversidad de propuestas como un signo de madurez y amplitud. Por ello, celebrar el Día Mundial del Teatro en la localidad de San Antonio de Carapongo, tiene un especial significado y nos ayuda a recordar que el teatro puede nacer en cualquier momento y lugar donde teatristas y público estén dispuestos a compartir, transformar, imaginar, recordar, afirmarse y dudar, celebrando su humanidad en este acto irrepetible, efímero pero persistente.
María Luisa de Zela Morales